domingo, 12 de febrero de 2012

Dickens, 200 años

Juan Carlos Suárez Revollar



«He nacido» es la frase inicial de «David Copperfield», una de las novelas más bellas de Charles Dickens. Del nacimiento de este imprescindible escritor inglés (el 7 de febrero de 1812) se celebra en todo el mundo los dos siglos.

Leer a Charles Dickens es conocer a miles de personajes —y a veces, reconocerse en ellos— cuyo retrato linda entre la caricatura, por su carácter chispeante, y la profundidad extravagante de sus conflictos internos. Aun los malvados tienen asomos de bondad, porque en ellos no hay más que meras parodias del mal. No es difícil sentir simpatía por los antihéroes y villanos que pueblan sus novelas: Fagin, por ejemplo, el explotador de «Oliver Twist»; el despiadado Thomas Gradgrind, de «Tiempos difíciles», cambiado por la adversidad; o el amargado Ebenezer Scrooge, de «Cuento de Navidad», quien a lo largo de la historia, y tras algunas patéticas situaciones, sufre una transformación total.
Desde la publicación seriada de «Los papeles póstumos del Club Pickwick», a partir de 1836, el éxito de sus novelas fue en aumento. Las aventuras del gordinflón, barrigudo y miope Samuel Pickwick y su pícaro sirviente, Sam Weller, son acaso el mejor homenaje al Quijote y Sancho. En esa senda, «Historia de dos ciudades» se constituye en una de sus novelas más ambiciosas. Es inolvidable la concatenación de aventuras, de caos y de horror que la forman, pero también de sentimientos tan humanos como la compasión o el amor.
Dickens era capaz de retratar la miseria, la carencia y el mundo delincuencial, pero redirigiendo la atención hacia una historia siempre conmovedora con una carga altísima de emotividad. Pocos escritores podían llegar al lector como él. Puede que su secreto sea haber puesto la anécdota al servicio de este (como la publicación era seriada, solía adecuar la trama a las reacciones del público). Por eso en muchas de sus novelas son notorios los cambios repentinos en las circunstancias y el accionar de los personajes, y abundan las coincidencias inverosímiles que hacen posibles los finales felices, los castigos a los malvados o las recompensas a los sufridos y bondadosos. La Providencia era el propio Dickens, en la forma del criminal agradecido que juguetea con el destino de Pip, en «Grandes esperanzas»; o el fortuito encuentro de Oliver Twist con su pasado, y el trastoque que ello significa con su presente, en que triunfa el bien que él representa.
A diferencia de Honoré de Balzac, el otro gran novelista de la misma época, quien se centraba en personajes que terminaban siempre derrotados en sus intentos de ascender o de mantenerse en el gran mundo, los de Dickens vivían en la miseria y, por ello, tenían una motivación mucho más modesta. Mientras el primero reproducía tipos y los adaptaba a la realidad que él conocía, el segundo los disfrazaba hasta atenuar sus horrendos defectos, acentuando otros y haciendo de ellos tipos reconocibles, un tanto risibles, pero carentes de maldad.
Los personajes niños de Dickens tienen un constante halo de pureza —Nell de «Almacén de antigüedades», y su equivalente, la protagonista de «La pequeña Dorrit», o también Oliver Twist y David Copperfield—, pero también de desamparo y fragilidad. El contraste con algunos de los otros que los rodean (rufianes, sinvergüenzas, malvados) resalta esa imagen de inocencia.
De Dickens ha escrito Jorge Luis Borges que era «un hombre de genio», y que en su obra «no solo cultivó lo sentimental, sino lo humorístico, lo grotesco, lo sobrenatural y lo trágico»; y, por ello y más, «legó al mundo una galería de personajes que, sin dejar de ser un tanto caricaturales, son imperecederos también».
Dickens construyó una imagen completamente diferente de la Inglaterra victoriana. Pese al carácter sórdido de las situaciones que retrataba, predominaba una visión romántica del mundo. Muchos de los mejores momentos de toda la literatura se los debemos a él. Van doscientos años, y su vigencia continúa, perdurable y ya definitiva.

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