domingo, 12 de febrero de 2012
Manuel Baquerizo, al maestro con cariño
Diana Casas
Un humeante café, tal vez un delicioso calientito de ron, eran los cálidos acompañantes de las frecuentes tertulias en la panadería de siempre, frente a la librería de don Emiliano Ramírez, el fiel amigo de las caminatas dominicales. Sentado en la acostumbrada esquina, con la mirada chispeante brillando por encima del desafiante mentón, el doctor Baquerizo dejaba correr el manantial de recuerdos, lúcidas ideas y fundamentadas opiniones que brotaban incontenibles con la alegría del hombre de buen vivir y la sabiduría del erudito. Mientras hablaba, era escuchado casi con reverencia. ¿Quién podía sustraerse a esa suerte de magnetismo que irradiaban su vibrante personalidad y su portentoso intelecto? Manuel Baquerizo era un maestro. Lo era en la vastedad de sus conocimientos, en la enjundiosa precisión de su palabra, en la generosidad de espíritu que le caracterizaba; lo era hasta en su continente.
En el casual descuido con que llevaba el saquito a cuadros y la abrigadora boina de las frías noches de invierno, podía descubrirse la amabilidad y sencillez del hombre que después de abismarse en los libros a las cinco de la mañana, salía a las siete rumbo al mercado para comprar el pescado más fresco y las yerbitas para el chupe verde. ¡Qué felicidad haberles invitado el sabroso chupe a las “scherezadas”! Qué felicidad ser capaz de disfrutar de las cosas simples y comunes de la vida.
Con Zavaleta compartió el gusto por Faulkner. A Luis Jaime lo unió una larga amistad, que se reforzó siendo ambos miembros de la Academia Peruana de la Lengua. De Vargas Llosa lo distanciaron sus comentarios en El Comercio. Firmando como Barquero, inició su carrera como crítico literario. Le dijeron que tendría que crecer con su generación y así lo hizo. Fue la decisión de dejar la metrópoli para residir en Ayacucho, la que enriqueció su camino. Lejos de Lima, en una ciudad por entonces de gran efervescencia cultural, en la que era posible frecuentar a Leoncio Bueno, a Alejandro Romualdo, Porfirio Meneses, Efraín Morote y a otros intelectuales de gran valía, su proverbial avidez de conocimiento lo llevaría a adentrarse en la literatura peruana de todos los tiempos. Más tarde descubriría una ingente veta en la literatura de provincias.
Manuel Baquerizo no solía hablar de José María Arguedas, era más frecuente oírle mencionar a Zulén, Vienrich, Dora Mayer, Hildebrando Castro Pozo o los hermanos Bolaños. Tampoco ocultaba el deleite que sentía por la límpida prosa de José de la Riva Agüero y, en los últimos años, por las emotivas evocaciones de Edgardo Rivera Martínez y Maruja Martínez. Sin embargo, conocía muy bien la obra de José María. Lo había conocido personalmente y lo ligaba a él la misma terca preocupación por la identidad cultural peruana. Aquella que lo llevó a trabajar incansablemente durante toda su vida, escribiendo en periódicos, editando revistas, colaborando con publicaciones de todo el mundo, dictando conferencias, publicando libros, alentando en todo momento la expresión cultural auténtica, sin alardes ni afán de lucimiento alguno.
De mente amplia, versátil y vital, no desdeñaba al poeta novel ni al estudiante de literatura que ansioso le mostraba sus primeros cuentos, sus primeros poemas. Se daba tiempo para leerlos, para sugerir correcciones, lecturas y aún para buscar un editor si feliz descubría “una promesa”. Muchos jóvenes escritores de hoy le deben el impulso inicial que los llevó a publicar sus obras. Él era así, generoso y fraterno. Con la autenticidad y el desprendimiento del verdadero maestro. Para el Perú fue un privilegio contarlo entre sus hijos.
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